Nos hemos convertido en un gran emplazamiento publicitario. La clan está ávida de fotografiarse y cada imagen que comparte en sus perfiles sociales se convierte en un buen armario que las marcas quieren beneficiarse, pues es graciosamente y cuenta con un superpoder: no parece publicidad y el mensaje a comunicar se expande sigiloso a impacto de ‘like’.
Los anuncios evolucionan y grandes compañías instalan performances callejeros para impactar en la atención del paseante y, sobre todo, para que ese peatón se pare, se haga la foto y la suba a su Instagram. Así el anuncio se expande a un sabido potencial que, quizá, en absoluto pase por esa calle, pero lo ve en la viralidad de las redes sociales. Y sin que parezca un anuncio.
La revolución la empezó la serie Perdidos, en la forma de consumo de ficción y, asimismo, colocando un gran avión estampado en el desaparecido estanque de Atocha. Un puesto de gran tránsito en el que había que pararse a fotografiarse con la mítica aeroplano de la serie. A posteriori, siguió la reguero Expediente X aterrizando un particular platillo volante en la madrileña Gran Vía. Y tantas otras.
Aunque ya no sólo la publicidad de un producto rebusca el selfie, las propias ciudades han ido interiorizando que necesitan espacios para que los turistas se fotografíen y visibilicen la belleza del sitio. Empezaron ciudades turísticas como Marbella, con su portería de entrada, que imitaba, a su guisa, al gran anuncio de Hollywood. Era simplemente una forma de dar la bienvenida. Sin requisa, ahora, los carteles con los nombres de las ciudades han tomado las plazas principales.
Son los nuevos monumentos, ideados para la foto. Cada ciudad ya tiene su denominación puesta en relieve y nómina para que la concurrencia pose conexo a sus cultura. O hasta adentro del propio cartel. Porque para el éxito de este tipo de monolitos es crucial que sean transitables por las personas. De esta guisa, dan más gozne en las fotos y en los vídeos. De mínimo sirve que el nombre se vea remoto. Hay que poderlo abrazar. Y la fórmula va creciendo, cada caudal, villa o pueblo quiere su centro para fotografiarse y se van buscando otros diseños más creativos que no se queden en simplemente plantar cómo se claridad la ciudad: que si unas anteojos gigantes, que si un mesa para sentarse, pero de cuatro metros de pico. Cada división, intenta encontrar su icono.
Son las nuevas postales. Y las protagoniza el propio turista. Ya que es el propio visitante el que se tira cientos de fotos, los ayuntamientos discurren una delimitación nómina para posar y que, de paso, venda acertadamente su población. Cuanto más diferente, mejor. Porque carteles con el nombre de la ciudad hay muchos, estatuas que otorguen identidad a través de la creatividad pensada para la experiencia del selfie no tantas.